martes, 22 de octubre de 2013

EL GRAN MISTERIO DE SALVADOR ALLENDE 

MIRIA CONTRERAS, "LA PAYITA",
DISCRETA PROTAGONISTA DE LA HISTORIA

Por Patricia Verdugo y Mónica González
A los 74 años Miria Contreras es una fina mujer que aún conserva su belleza y
 su vitalidad. Pero es, también, una de las últimas que vio a Salvador Allende con vida el 11 de septiembre de 1973. En esta nota publicada en versión más extensa en el nuevo semanario chileno "Siete+7" dos periodistas (Mónica González, la directora, y Patricia Verdugo) cuentan ese día y reconstruyen, junto con la propia Payita, una hermosa historia de amor que cruza los últimos 40 años de América latina más allá de cualquier pacatería.

"Hola, buenos días, soy Salvador Allende."

Ahí estaba, "entero vestido de blanco, de terno blanco, fue la primera vez que lo vi". Recuerda el episodio, más de 40 años después, con la precisión que la memoria reserva para los momentos claves de la vida. "Fue la primera vez que lo vi", repite con voz serena, y la sonrisa ancha se le abre en el rostro, levantando sus pómulos y transformando sus ojos en dos guiños verdes, luminosos, juguetones.
Obviamente Allende no sabía que su visita iba a abrir otra puerta que cambiaría su vida hacia fines de la primavera de 1958. Ni vio la punta del andamio, cuando dio un paso al frente –casi un salto– y su cabeza chocó contra la estructura metálica. Saltó la sangre desde la herida en la frente, manchando su albo traje. Y ella, alarmada, lo hizo entrar a la casa sin imaginar que lo estaba haciendo entrar en su vida para anclarse por siempre. "Le limpié y le curé su herida, con agua oxigenada."
Chile de fines de los años ‘50. Dos vecinos de la comuna de Providencia, ambos casados, ambos con tres hijos. Un senador de la República y una dueña de casa. Una historia de amor que la dictadura buscó transformar en baldón y que la pacatería chilena optó luego por silenciar en aras de las buenas costumbres y lo "políticamente correcto".
De él, todos sabemos. ¿Quién es ella? Cuando apenas se empinaba sobre los dos años, fue su cotidiana insistencia porque la llevaran a la playa la que le dio el sobrenombre. "A la paya, a la paya", decía. Y quedó como "La Paya". Payita, en amoroso diminutivo. Miria Contreras Bell nació en 1928 en Taltal, al norte de Chile. Su padre fue José Angel Contreras, abogado, radical y masón, que sin embargo internó a su hija en el colegio de las Monjas Alemanas del barrio Bellavista, a tres días de barco de Taltal. "A pesar de ser comecuras, mi papá nos puso en ese colegio porque era muy estricto", recuerda.
Cuando terminó su enseñanza media, Miria ni pensó en una carrera universitaria. Sus padres habían enfermado, la situación económica se hizo estrecha y la Paya optó por el mundo del trabajo.
En algún vericueto de su aventura capitalina, se le apareció por delante el ingeniero Enrique Ropert. Vino el pololeo, presentaciones formales de las familias, noviazgo y "¡se terminó la sandunga! Me casé a los 22 años, por la iglesia, con vestido largo y blanco, con todo. Entre que estaba feliz y que me sentía ridícula, llegué a la iglesia riéndome a carcajadas. ¡Cómo no me iba a reír con tanta faramalla!".
La nueva familia Ropert Contreras se instaló en un departamento del Parque Forestal y después se lanzó a la búsqueda de una casa en Santiago para comprarla, dando finalmente con la de calle Jorge Isaacs, casi esquina de Guardia Vieja, en la comuna de Providencia.

EL ULTIMO DÍA

EL ULTIMO DÍA




El último día 



Alertada del golpe en marcha, el martes 11 de septiembre de 1973 Miria Contreras bajó rápidamente de El Cañaveral en su pequeño Renault blanco, acompañada de su hijo Enrique, estudiante de economía y de sólo 20 años. Cuando llegó a la residencia de Tomás Moro supo que el Presidente ya había partido a La Moneda.
Ordenó, entonces, que diez miembros de la guardia privada (GAP) se trasladaran con ella al palacio de gobierno. El veloz recorrido por las avenidas Apoquindo, Providencia y Alameda terminó a pocos metros de la meta. Miria descendió presurosa. Segundos después, un grupo de carabineros de las Fuerzas Especiales, a cargo de los tenientes José Martínez Maureira y Patricio de la Fuente, irrumpió por el costado del edificio de la Intendencia y rodeó la camioneta y el pequeño auto que conducía Enrique Ropert. Cuando Miria volvió la cabeza para mirar a su hijo, observó con horror que éste era sacado con brutalidad del auto por el grupo armado. Giró sobre sus pasos para intentar liberarlo, pero fue imposible. Gritos y forcejeos fueron inútiles. Impotente, vio cómo los sublevados lo arrastraban junto al grupo y se internaban en el edificio de la Intendencia. 
Miria ingresó al garaje presidencial, al frente de la puerta de Morandé 80 y desde allí se comunicó con el palacio. Habló con Eduardo Coco Paredes. La desesperación aumentaba segundo a segundo. Paredes le dijo que el Presidente, informado de los hechos, le pedía que subiera a su despacho para actuar desde allí. Ingresó por la puerta principal. En el camino se cruzó con el edecán naval de Allende. Le pidió ayuda. Ambos regresaron hacia la Intendencia. Pero en el camino el marino desistió. En pocos minutos, ella estaba con Allende y, enfrente, el general José María Sepúlveda, general director Carabineros. Conseguir la liberación de Enrique Ropert y los jóvenes del GAP fue la petición. 
Sabiendo que la vida de su hijo y de once jóvenes estaba en riesgo y que debía rescatarlos, la Paya no esperó. Volvió a salir del palacio y sólo el general Urrutia –segundo al mando de Carabineros– aceptó realizar la gestión. Pocos minutos después, volvió cabizbajo: "Lo siento, pero ya no obedecen a mi general Sepúlveda. Sólo reciben órdenes del general Mendoza". 
Miria intentó una y otra vez regresar al lugar por donde vio desaparecer a su hijo a pesar de que ya entonces La Moneda sitiada se había transformado en un campo de batalla. De su angustia fueron testigos Isabel y Beatriz Allende, dos de las hijas del Presidente, la última con más de siete meses de embarazo, y el centenar de leales colaboradores que decidieron acompañar hasta el final al Presidente en su voluntad de impedir el golpe y defender su juramento constitucional con su propia vida. Junto a Isabel y Beatriz lo escuchó hablar por teléfono con el almirante Patricio Carvajal y rechazar tajante la oferta golpista de un avión para sacarlo del país. 
Y supo de qué se trataba cuando lo oyó decir en su último discurso: "Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".
Cuando La Moneda fue atacada con tanques, él se escabulló y, tendido en el piso de una oficina, le disparó a los golpistas. Cuando lo encontró, sus ruegos para que se retirara a un sector más seguro fueron desoídos.
–La Paya fue a pedirme que la ayudara. Me deslicé gateando por la pieza hasta alcanzar sus tobillos y empecé a jalarlo hacia atrás. El se resistió y finalmente aceptó salir de esa oficina cuando le dije que necesitábamos hablar con él –asegura el doctor Arturo Jirón.
La historia registra su decisión de morir con él y cerca de su hijo. Cuando el Presidente pidió una tregua para que salieran las nueve mujeres,ella se escondió en los subterráneos de La Moneda. Y allí se quedó hasta el final.
Dieciocho rockets cayeron sobre el palacio, remeciendo su esqueleto centenario. Las columnas de humo se elevaron, anunciando a los cuatro puntos cardinales que la democracia chilena agonizaba. Los testigos la recuerdan, junto al Presidente, en el comedor del personal de La Moneda. En una silla agonizaba el periodista Augusto Olivares tras dispararse un tiro en la sien.
–Lo tendimos en el suelo y murió unos segundos después. Alguien dijo al Presidente: "Está muerto, ya no hay nada que hacer" –recuerda el doctor Jirón.
Allende se quedó con los ojos fijos en el cuerpo inerte en su amigo y antes de que cundiera la desesperación, levantó la voz y tranquilizó a todos pidiendo un minuto de silencio en su memoria. "Nunca se me olvidará su cara de angustia y tristeza al ver sin vida al amigo querido", recordó la Paya en el exilio.
El humo se colaba por cuartos y pasillos. El aire ya era irrespirable. Se fue corriendo la voz: "El Presidente dice que nos rendimos. Vamos a salir". Algunos buscaron su mirada para rastrear un gesto que confirmara su decisión. Dicen que él asentía. Todos necesitaban creer que era cierto. 
Dicen que dijo: "La Payita primero, yo saldré último". Y mientras se ordenaba la fila y las pocas máscaras anti-gases pasaban de boca en boca, ordenó que se le entregara a ella el original del Acta de Independencia, salvada del fuego. La Paya escondió el histórico pergamino en el saco que cubría sus hombros, el del periodista Olivares, que llevaba para su viuda.