Alertada del golpe en marcha, el martes 11 de septiembre de 1973 Miria Contreras bajó rápidamente de El Cañaveral en su pequeño Renault blanco, acompañada de su hijo Enrique, estudiante de economía y de sólo 20 años. Cuando llegó a la residencia de Tomás Moro supo que el Presidente ya había partido a La Moneda.
Ordenó, entonces, que diez miembros de la guardia privada (GAP) se trasladaran con ella al palacio de gobierno. El veloz recorrido por las avenidas Apoquindo, Providencia y Alameda terminó a pocos metros de la meta. Miria descendió presurosa. Segundos después, un grupo de carabineros de las Fuerzas Especiales, a cargo de los tenientes José Martínez Maureira y Patricio de la Fuente, irrumpió por el costado del edificio de la Intendencia y rodeó la camioneta y el pequeño auto que conducía Enrique Ropert. Cuando Miria volvió la cabeza para mirar a su hijo, observó con horror que éste era sacado con brutalidad del auto por el grupo armado. Giró sobre sus pasos para intentar liberarlo, pero fue imposible. Gritos y forcejeos fueron inútiles. Impotente, vio cómo los sublevados lo arrastraban junto al grupo y se internaban en el edificio de la Intendencia.
Miria ingresó al garaje presidencial, al frente de la puerta de Morandé 80 y desde allí se comunicó con el palacio. Habló con Eduardo Coco Paredes. La desesperación aumentaba segundo a segundo. Paredes le dijo que el Presidente, informado de los hechos, le pedía que subiera a su despacho para actuar desde allí. Ingresó por la puerta principal. En el camino se cruzó con el edecán naval de Allende. Le pidió ayuda. Ambos regresaron hacia la Intendencia. Pero en el camino el marino desistió. En pocos minutos, ella estaba con Allende y, enfrente, el general José María Sepúlveda, general director Carabineros. Conseguir la liberación de Enrique Ropert y los jóvenes del GAP fue la petición.
Sabiendo que la vida de su hijo y de once jóvenes estaba en riesgo y que debía rescatarlos, la Paya no esperó. Volvió a salir del palacio y sólo el general Urrutia –segundo al mando de Carabineros– aceptó realizar la gestión. Pocos minutos después, volvió cabizbajo: "Lo siento, pero ya no obedecen a mi general Sepúlveda. Sólo reciben órdenes del general Mendoza".
Miria intentó una y otra vez regresar al lugar por donde vio desaparecer a su hijo a pesar de que ya entonces La Moneda sitiada se había transformado en un campo de batalla. De su angustia fueron testigos Isabel y Beatriz Allende, dos de las hijas del Presidente, la última con más de siete meses de embarazo, y el centenar de leales colaboradores que decidieron acompañar hasta el final al Presidente en su voluntad de impedir el golpe y defender su juramento constitucional con su propia vida. Junto a Isabel y Beatriz lo escuchó hablar por teléfono con el almirante Patricio Carvajal y rechazar tajante la oferta golpista de un avión para sacarlo del país.
Y supo de qué se trataba cuando lo oyó decir en su último discurso: "Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".
Cuando La Moneda fue atacada con tanques, él se escabulló y, tendido en el piso de una oficina, le disparó a los golpistas. Cuando lo encontró, sus ruegos para que se retirara a un sector más seguro fueron desoídos.
–La Paya fue a pedirme que la ayudara. Me deslicé gateando por la pieza hasta alcanzar sus tobillos y empecé a jalarlo hacia atrás. El se resistió y finalmente aceptó salir de esa oficina cuando le dije que necesitábamos hablar con él –asegura el doctor Arturo Jirón.
La historia registra su decisión de morir con él y cerca de su hijo. Cuando el Presidente pidió una tregua para que salieran las nueve mujeres,ella se escondió en los subterráneos de La Moneda. Y allí se quedó hasta el final.
Dieciocho rockets cayeron sobre el palacio, remeciendo su esqueleto centenario. Las columnas de humo se elevaron, anunciando a los cuatro puntos cardinales que la democracia chilena agonizaba. Los testigos la recuerdan, junto al Presidente, en el comedor del personal de La Moneda. En una silla agonizaba el periodista Augusto Olivares tras dispararse un tiro en la sien.
–Lo tendimos en el suelo y murió unos segundos después. Alguien dijo al Presidente: "Está muerto, ya no hay nada que hacer" –recuerda el doctor Jirón.
Allende se quedó con los ojos fijos en el cuerpo inerte en su amigo y antes de que cundiera la desesperación, levantó la voz y tranquilizó a todos pidiendo un minuto de silencio en su memoria. "Nunca se me olvidará su cara de angustia y tristeza al ver sin vida al amigo querido", recordó la Paya en el exilio.
El humo se colaba por cuartos y pasillos. El aire ya era irrespirable. Se fue corriendo la voz: "El Presidente dice que nos rendimos. Vamos a salir". Algunos buscaron su mirada para rastrear un gesto que confirmara su decisión. Dicen que él asentía. Todos necesitaban creer que era cierto.
Dicen que dijo: "La Payita primero, yo saldré último". Y mientras se ordenaba la fila y las pocas máscaras anti-gases pasaban de boca en boca, ordenó que se le entregara a ella el original del Acta de Independencia, salvada del fuego. La Paya escondió el histórico pergamino en el saco que cubría sus hombros, el del periodista Olivares, que llevaba para su viuda.
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